martes, 20 de enero de 2009

LOS OJOS DEL PERRO (1928) , por Orfeo Pecci

Orfeo Pecci nació en Rosario en 1964. Profesor de Historia y de Historia de la Cultura en nivel Medio y Superior. Ha publicado artículos sobre temas históricos y culturales para diversos medios del paìs.
Esta es la primera vez que publica obras de ficción.


Esa mañana había comenzado mal. Nuevamente había soñado con ese perro enorme destrozándole los huevos, provocándole un dolor indecible en la entrepierna; una sensación dolorosa que se prolongaba unos segundos incluso después de volver al estado de vigilia. Otra vez se había despertado a los gritos, cubierto de sudor.
Era extraño, porque el comisario Juan Velar nunca tenía miedo, al menos mientras estaba despierto.
Eso que llaman miedo sólo lo sorprendía algunas noches, cuando soñaba con ese perro bravo que lo olisqueba y sin más trámite le mordía los cojones con furia asesina. Lo que le resultaba insoportable era la sensación de impotencia, la imposibilidad de defenderse, de gritar, de mover las manos, de sacar el revolver y acabar con esa bestia descontrolada que mordía sin dejar de mirarlo con ojos casi humanos, ojos que, para su mayor estupor, tenían un indescifrable dejo de familiaridad. La pesadilla se venía repitiendo dos o tres veces por semana en los últimos meses y el comisario no sabía como neutralizarla. Ante el fracaso de los remedios caseros, consultó a un par de médicos que recetaron cambios de dieta, grageas reconstituyentes, hipnosis. Todo fue en vano. Perdido por perdido había cedido al consejo de su comadre y visitado a un curandero, un mocoví con fama de milagrero que atendía en la calle Ayolas y que le dio a tomar un brebaje inmundo recomendándole coserse una estampita de la virgen en el calzoncillo. Fue peor; esa noche, cuando despertó a toda la familia con sus alaridos, descubrió que se había cagado encima y su vergüenza no tuvo límite. Mientras el agua de la ducha le sacaba la mierda del cuerpo odió profundamente al curandero, a la comadre, a su esposa y se odió a sí mismo no pudiendo controlar el sueño ni los esfinteres. ¿Cagarse encima, tan luego él, que cada vez que entraba a la Jefatura hacía temblar hasta a los sumariantes?. Se sobresaltó al pensar que alguien de la repartición podía enterarse del asunto.
Los malos sueños le estaban complicando la vida. Lo peor, por el lugar y sus posibles derivaciones, le había ocurrido hacía un mes en un puterío de Pichincha. Esa vez eligió a una polaquita pintona de ojos acuosos y aspecto infantil. Mientras cruzaban el patio rumbo a la pieza, un inesperado ladrido quebró la oscuridad y el comisario, fuera de sí, respondió a los tiros. Fue un escándalo; las putas terminaron llorando a los gritos junto al animal ensangrentado sobre el piso de baldosas.
El repiqueteo de las máquinas de escribir lo sacó de sus cavilaciones. Desde la radio la voz de Magaldi empalagaba un tango con guitarras. El comisario se levantó del escritorio y apagó el aparato. Maricón de mierda, murmuró con fastidio. Inmediatamente recordó que tenía trabajo pendiente. Sobre el escritorio se apilaban prontuarios de pronto despacho y, además, estaba lo otro, en los sótanos de la Jefatura. La última huelga había terminado con varios anarquistas presos y para ellos él tenía sus propios métodos. Sonrió pensando que no vendría nada mal bajar a descargar algo de la mala noche. Las campanas del carillón anunciaron las doce y decidió que mejor sería almorzar.
En la calle, el sol de octubre caía a pleno, sofocante. El comisario sintió el inconfundible olor del Paraná y supo que esa noche llovería. Mientras cruzaba la plaza controló de soslayo la raya del pantalón impecable, el brillo de las botas, la pistola reglamentaria. Pensó en esos extranjeros, en la soberbia de esos doctorcitos radicales y por enésima vez volvió a envidiar la suerte de los italianos gobernados por ese hombre de acero. Se dijo que ya llegaría nuestro tiempo y esa certeza lo tranquilizó. Mientras tanto había que insistir con el trabajo, formar gente disciplinada, con método. Gente como él, o como Casimiro, ese correntino hábil con el rebenque que lo obedecía sin preguntar.
En un arranque de optimismo se prometió que esa noche visitaría al Trianón; un pesquisa le había informado sobre unas pupilas traídas desde Porto Alegre que partían la tierra.
De pronto observó algo sospechoso. En la esquina de Rioja y Presidente Roca tres hombres vestidos de mono azul se esforzaban por reparar a un Ford estacionado con el capó abierto.
La escena podría resultar trivial para cualquiera, pero no para el instinto del comisario Juan Velar que apenas advirtió que uno de los mecánicos lo miraba, presintió el peligro y mecánicamente buscó la cartuchera. Entonces se percató de algo que supo irreparable. Los sonidos de la calle comenzaron a llegarle en sordina hasta apagarse definitivamente. Una amarga sensación comenzó a apoderarse del comisario que, desesperado, descubrió que tenía el rostro cubierto de sudor y que su pantalón impecable y sus botas lustradas se estaban manchando con un líquido viscoso y repugnante. Ya estaba a un par de metros del Ford y el comisario sólo atinó a mirar hacia adelante. Lo último que vio fue el caño de un revólver apuntándole al rostro y detrás, empuñando el arma, a un italiano harto conocido, un anarquista de feroces ojos azules cuyo prontuario descansaba sobre su escritorio.

miércoles, 14 de enero de 2009

PEDRO LEMEBEL

Memorias del quiltraje urbano (o “el corre que te pillo del tierral”)

Y se llaman Baby, Cholo, Terry, Duke, Rin-tín-tín-Campeón o Pichintún, y al escuchar su nombre, ladran, corren y saltan desafora­dos lengüeteando la mano cariñosa que les soba el lomo pulguiento de quiltros sin raza, de perros callejeros, nacidos a pesar del frío y la escar­cha que entume su guarida de trapos y cartón. Y ya de cachorros, apren­den a menear la cola choca para ganarse el hueso descarnado, los restos de la porotada familiar, o el troza de pan añejo, que mascan sonriendo, agradecidos de poder compartir la dieta obrera. Porque para ellos no existen esos alimentos químicos del mercado canino, esas galletas y ce­reales sintéticos que venden los mall, junto con collares, cadenas y cepi­llos especiales para perros de clase. Esas comidas para perros etiqueta­das con nombre de caricatura gringa; los Dogo, Dogi, Dogat, Masterdog, Champion o Pedigree con forma de hueso comprimido y vitaminizado como si fuera comida para astronautas. Y vaya a saber el perro que mierda está comiendo, si lo único que le queda claro es el tufo a pesca­do molido y la sed insaciable que los tiene todo el día con la lengua afuera.

Al parecer, la ciencia veterinaria por fin puso en marcha la sociología animal que educa y distribuye por status el mercado de las mascotas. Y este kárdex pulguero que existía desde los galgos egipcios de Cleopatra, dejó de ser un exotismo de la realeza, y pasó a formar parte del arribismo colectivo que invierte parte del presupuesto en la adquisición de un perro hecho a la medida. El complemento perruno de la escalada económica que aspiran los chilenos, entonces, raza, color y pelaje deben combinar con la alfombra y el tapiz de los muebles si es un perro de interior, por cierto un animalito fino y valioso, que se pue­de conseguir a precio de huevo, si es robado, en las ofertas del mercado persa. Ahora, si la propaganda de la seguridad ciudadana aconseja una fiera, doberman para el jardín, un lustroso guardia para las casitas de villas o condominios, adiestrados «sólo como perros», para mostrarle los dientes y destripar a los malvestidos que se acercan a la reja. Así, lo mas cercano al esencialismo del adjetivo «perro», es el doberman mo­cho, de cola y orejas cortadas, cercenadas cruelmente para aumentar su Imagen ,de ferocidad, o los ovejeros alemanes, más conocidos como pe­rros policiales, preparados como pacos para perseguir y morder sospechosos. Tal vez, la dualidad amo y perro es el espejo perverso donde el animal duplica mañas y modales. Como esos quiltros pitucos, los gal­gos afganos, los cocker spaniel, o los poodles que los bañan, peinan perfuman en peluquerías especiales para ellos. Y cuando salen de allí, ridículamente recortados, afirulados como ikebanas con moños y rosas de cintas, con la nariz bien parada sin mirar a nadie, igual que las viejas cuicas que los adoran y gastan fortunas en veterinario, bálsamos y manicure para la Fify, el Chofy, la Luly, el Puchy, el Pompy, animales con heráldica que no juegan ni ladran, y parecen estatuas, educados como adorno en la decoración del riquerío. Son las mascotas de sangre azul, que miran sobre el hombro al perraje suelto que vaga por las ca­lles: los otros, los quiltros sin ley que hacen suya la ciudad en el patiperreo de la sobrevivencia. Perros que hurguetean la basura y co­men lo que encuentran, adaptándose fácilmente al calor humilde del ranchal obrero. Porque la pobreza y los perros son inseparables; entre más pobres hay más perros. Como si en la precariedad siempre hubiera un rincón donde amparar otro quiltro. Uno más, como el Moisés que llego cojeando, medio helado de arestín y con la oreja ensangrentada por alguna mocha canina. Llegó así, patuleco de hambre y con esos ojazos de guacha soledad. Y al mes parecía otro, sanado y alimentado por la generosidad de una mano amiga. Le pusieron Moisés por sobre­viviente, y a puras sobras de comida recuperó el pelo y su ladrido in­fantil de peluche juguetón. En poco tiempo el Moisés se había integra­do. a la patota perruna del campamento, y corría libre con los cabros chicos alborotando el corre que te pillo del tierral. Perseguía a los micros ladrándole a las ruedas, hasta que un violento rechinar apagó para siempre el bullicio de su fiesta. Y allí quedó patas pa arriba en la cuneta, hasta que los niños lo enterraron en un hoyo cercano al basural. Quién sabe por qué los pobres lloran a sus perros con esa amargura, como si sus Bobys, Terrys, Mononas, Pirulines y Cholas, fueran una parte única de la familia, y ningún otro perro que llegue podrá reemplazar la me­moria optimista de sus gracias. Nadie sabe por qué queda un vacío en el coro de perros que siguen ladrando en la noche santiaguina, cuando la ciudad duerme y cantan tristes los aullidos de su quiltraje funeral.

Rogelio Ramos Signes: MICRORELATOS


...Es el humor, y no otra cosa, lo que lleva a José Gilberto Hernández Ramírez a escribir El cazador de sirenas, compuesto sólo de diálogos, como si fuese parte de una obra de teatro:

- ¿Y es difícil encontrarlas?

- No, si usted supiera, es sencillísimo.

- ¿Y son realmente, como dicen, mitad humana y mitad pez?

- Sí, claro, así son.

- ¿Y son muy difíciles de pescar o de cazar?

- No. No. Todo lo contrario.

- ¿Y entonces qué?

- Es muy difícil saber qué hacer con ellas después de agarrarlas.

ELENA SIRÓ: CAMINO AL POEMA


MEMORACIONES

Ya lo dije en AUTOBIOGRAFÍA UNO, poema que está incluido en mi libro EL TALLER DE LA LUNA del año 1973.

Allá por mil novecientos treinta y seis vivo en el centro de Rosario, en Sarmiento al novecientos. Asisto a una escuela cercana; la Escuela Normal N° 1. Todo me ocurre como en un sueño. Soy frágil, sufro esas fiebres misteriosas de las que habla el poeta Rilke. Mi padre es fotógrafo y dibujante, mi madre se hace fotógrafa de galería cuando mi padre contrae una enfermedad común en la "década infame" que hacía estragos en los nostálgicos inmigrantes.

Vivo mecida en coplas asturianas, todo se dice en coplas, refranes que esos pastores traen de su Cántabro natal.

Tengo para mí que la poesía no es mérito mío sino una suerte de predestinación que me viene de esos astures que no olvidaban su acervo. La copla reiterada me concede una suerte de ejercicio con la rima y el ritmo. Entonces,

a solas, juego con ellas.

Fue una patria muy soledosa la infancia, tal vez una elección. Toda mi juventud transcurre en Rosario, ciudad que amo y a la que se me ocurrió llamar: “la pequeña París.

Apreciación que vino a confirmarme Beatriz Guido en sus clases de Historia del Arte en las que con insistencia nos recomendaba:

- Miren hacia arriba, allí está nuestra ciudad y su memoria. Puedo morir arrollada por el tránsito pues no abandoné jamás esa costumbre de mirar hacia lo alto: balcones, ventanas, ciertos vidrios de ventanas y los pintorescos cenadores allá en la azotea, hacia el frente, una techumbre sostenida por cuatro columnas donde los europeos pudientes se hacían llevar la comida en las noches caniculares.

Volviendo a la niñez recuerdo que todo lo hacía corriendo.

Algunos atardeceres me invadía no sé qué gelidez que derivaba en llanto. Tal vez presentía el desenlace de la enfermedad de mi padre con quien, al borde de su lecho jugaba al ajedrez. Cuando nadie se prestaba a mi apetencia constante de hacer una partida, jugaba sola. Ordenaba los trebejos y jugaba con las negras y las blancas, con toda honestidad defendiendo tanto las unas como las otras. Eran partidos solitarios.

Ciertas mañanas acompañaba a mi madre h asta el mercado en la cortada Barón de Mauá. y San Luis (nunca pude saber quién era ese Barón) a veces mi madre me compraba dos langostinos por cinco centavos que yo pelaba y comía durante la cuadra y media que llevaba a mi casa. También supe comer castañas asadas en calle San Luis frente a la cortada. Un hombre, muy abrigado, las hacía en un hornillo de zinc, a las brasas. Inolvidable aquel perfume al bosque.

Aquella casa de Sarmiento al novecientos tenía dos altillos, uno de ellos derivaba en una extensa azotea (cubría los cincuenta metros de edificación) por aquella azotea, alguna noche, pasábamos a un local vecino desocupado. Gozábamos, linterna en mano, del misterio y el riesgo. Sobre todo el riesgo de ser castigados duramente si los adultos nos descubrían.

La educación familiar era rigurosa. Mi padre que seguía sin tregua la Guerra CiviI en España, no admitía la mentira y la delación. La única vez que acusé a mi hermano primero me infligió varios

chirlos y después castigó al acusado. Cuando pregunté el porqué me respondió: -Por acusar!- Desde entonces con mi hermano constituimos una célula mafiosa...