Orfeo Pecci nació en Rosario en 1964. Profesor de Historia y de Historia de la Cultura en nivel Medio y Superior. Ha publicado artículos sobre temas históricos y culturales para diversos medios del paìs.
Esta es la primera vez que publica obras de ficción.
Esa mañana había comenzado mal. Nuevamente había soñado con ese perro enorme destrozándole los huevos, provocándole un dolor indecible en la entrepierna; una sensación dolorosa que se prolongaba unos segundos incluso después de volver al estado de vigilia. Otra vez se había despertado a los gritos, cubierto de sudor. Era extraño, porque el comisario Juan Velar nunca tenía miedo, al menos mientras estaba despierto.
Eso que llaman miedo sólo lo sorprendía algunas noches, cuando soñaba con ese perro bravo que lo olisqueba y sin más trámite le mordía los cojones con furia asesina. Lo que le resultaba insoportable era la sensación de impotencia, la imposibilidad de defenderse, de gritar, de mover las manos, de sacar el revolver y acabar con esa bestia descontrolada que mordía sin dejar de mirarlo con ojos casi humanos, ojos que, para su mayor estupor, tenían un indescifrable dejo de familiaridad. La pesadilla se venía repitiendo dos o tres veces por semana en los últimos meses y el comisario no sabía como neutralizarla. Ante el fracaso de los remedios caseros, consultó a un par de médicos que recetaron cambios de dieta, grageas reconstituyentes, hipnosis. Todo fue en vano. Perdido por perdido había cedido al consejo de su comadre y visitado a un curandero, un mocoví con fama de milagrero que atendía en la calle Ayolas y que le dio a tomar un brebaje inmundo recomendándole coserse una estampita de la virgen en el calzoncillo. Fue peor; esa noche, cuando despertó a toda la familia con sus alaridos, descubrió que se había cagado encima y su vergüenza no tuvo límite. Mientras el agua de la ducha le sacaba la mierda del cuerpo odió profundamente al curandero, a la comadre, a su esposa y se odió a sí mismo no pudiendo controlar el sueño ni los esfinteres. ¿Cagarse encima, tan luego él, que cada vez que entraba a la Jefatura hacía temblar hasta a los sumariantes?. Se sobresaltó al pensar que alguien de la repartición podía enterarse del asunto.
Los malos sueños le estaban complicando la vida. Lo peor, por el lugar y sus posibles derivaciones, le había ocurrido hacía un mes en un puterío de Pichincha. Esa vez eligió a una polaquita pintona de ojos acuosos y aspecto infantil. Mientras cruzaban el patio rumbo a la pieza, un inesperado ladrido quebró la oscuridad y el comisario, fuera de sí, respondió a los tiros. Fue un escándalo; las putas terminaron llorando a los gritos junto al animal ensangrentado sobre el piso de baldosas.
El repiqueteo de las máquinas de escribir lo sacó de sus cavilaciones. Desde la radio la voz de Magaldi empalagaba un tango con guitarras. El comisario se levantó del escritorio y apagó el aparato. Maricón de mierda, murmuró con fastidio. Inmediatamente recordó que tenía trabajo pendiente. Sobre el escritorio se apilaban prontuarios de pronto despacho y, además, estaba lo otro, en los sótanos de la Jefatura. La última huelga había terminado con varios anarquistas presos y para ellos él tenía sus propios métodos. Sonrió pensando que no vendría nada mal bajar a descargar algo de la mala noche. Las campanas del carillón anunciaron las doce y decidió que mejor sería almorzar.
En la calle, el sol de octubre caía a pleno, sofocante. El comisario sintió el inconfundible olor del Paraná y supo que esa noche llovería. Mientras cruzaba la plaza controló de soslayo la raya del pantalón impecable, el brillo de las botas, la pistola reglamentaria. Pensó en esos extranjeros, en la soberbia de esos doctorcitos radicales y por enésima vez volvió a envidiar la suerte de los italianos gobernados por ese hombre de acero. Se dijo que ya llegaría nuestro tiempo y esa certeza lo tranquilizó. Mientras tanto había que insistir con el trabajo, formar gente disciplinada, con método. Gente como él, o como Casimiro, ese correntino hábil con el rebenque que lo obedecía sin preguntar.
En un arranque de optimismo se prometió que esa noche visitaría al Trianón; un pesquisa le había informado sobre unas pupilas traídas desde Porto Alegre que partían la tierra.
De pronto observó algo sospechoso. En la esquina de Rioja y Presidente Roca tres hombres vestidos de mono azul se esforzaban por reparar a un Ford estacionado con el capó abierto.
La escena podría resultar trivial para cualquiera, pero no para el instinto del comisario Juan Velar que apenas advirtió que uno de los mecánicos lo miraba, presintió el peligro y mecánicamente buscó la cartuchera. Entonces se percató de algo que supo irreparable. Los sonidos de la calle comenzaron a llegarle en sordina hasta apagarse definitivamente. Una amarga sensación comenzó a apoderarse del comisario que, desesperado, descubrió que tenía el rostro cubierto de sudor y que su pantalón impecable y sus botas lustradas se estaban manchando con un líquido viscoso y repugnante. Ya estaba a un par de metros del Ford y el comisario sólo atinó a mirar hacia adelante. Lo último que vio fue el caño de un revólver apuntándole al rostro y detrás, empuñando el arma, a un italiano harto conocido, un anarquista de feroces ojos azules cuyo prontuario descansaba sobre su escritorio.