miércoles, 14 de enero de 2009

PEDRO LEMEBEL

Memorias del quiltraje urbano (o “el corre que te pillo del tierral”)

Y se llaman Baby, Cholo, Terry, Duke, Rin-tín-tín-Campeón o Pichintún, y al escuchar su nombre, ladran, corren y saltan desafora­dos lengüeteando la mano cariñosa que les soba el lomo pulguiento de quiltros sin raza, de perros callejeros, nacidos a pesar del frío y la escar­cha que entume su guarida de trapos y cartón. Y ya de cachorros, apren­den a menear la cola choca para ganarse el hueso descarnado, los restos de la porotada familiar, o el troza de pan añejo, que mascan sonriendo, agradecidos de poder compartir la dieta obrera. Porque para ellos no existen esos alimentos químicos del mercado canino, esas galletas y ce­reales sintéticos que venden los mall, junto con collares, cadenas y cepi­llos especiales para perros de clase. Esas comidas para perros etiqueta­das con nombre de caricatura gringa; los Dogo, Dogi, Dogat, Masterdog, Champion o Pedigree con forma de hueso comprimido y vitaminizado como si fuera comida para astronautas. Y vaya a saber el perro que mierda está comiendo, si lo único que le queda claro es el tufo a pesca­do molido y la sed insaciable que los tiene todo el día con la lengua afuera.

Al parecer, la ciencia veterinaria por fin puso en marcha la sociología animal que educa y distribuye por status el mercado de las mascotas. Y este kárdex pulguero que existía desde los galgos egipcios de Cleopatra, dejó de ser un exotismo de la realeza, y pasó a formar parte del arribismo colectivo que invierte parte del presupuesto en la adquisición de un perro hecho a la medida. El complemento perruno de la escalada económica que aspiran los chilenos, entonces, raza, color y pelaje deben combinar con la alfombra y el tapiz de los muebles si es un perro de interior, por cierto un animalito fino y valioso, que se pue­de conseguir a precio de huevo, si es robado, en las ofertas del mercado persa. Ahora, si la propaganda de la seguridad ciudadana aconseja una fiera, doberman para el jardín, un lustroso guardia para las casitas de villas o condominios, adiestrados «sólo como perros», para mostrarle los dientes y destripar a los malvestidos que se acercan a la reja. Así, lo mas cercano al esencialismo del adjetivo «perro», es el doberman mo­cho, de cola y orejas cortadas, cercenadas cruelmente para aumentar su Imagen ,de ferocidad, o los ovejeros alemanes, más conocidos como pe­rros policiales, preparados como pacos para perseguir y morder sospechosos. Tal vez, la dualidad amo y perro es el espejo perverso donde el animal duplica mañas y modales. Como esos quiltros pitucos, los gal­gos afganos, los cocker spaniel, o los poodles que los bañan, peinan perfuman en peluquerías especiales para ellos. Y cuando salen de allí, ridículamente recortados, afirulados como ikebanas con moños y rosas de cintas, con la nariz bien parada sin mirar a nadie, igual que las viejas cuicas que los adoran y gastan fortunas en veterinario, bálsamos y manicure para la Fify, el Chofy, la Luly, el Puchy, el Pompy, animales con heráldica que no juegan ni ladran, y parecen estatuas, educados como adorno en la decoración del riquerío. Son las mascotas de sangre azul, que miran sobre el hombro al perraje suelto que vaga por las ca­lles: los otros, los quiltros sin ley que hacen suya la ciudad en el patiperreo de la sobrevivencia. Perros que hurguetean la basura y co­men lo que encuentran, adaptándose fácilmente al calor humilde del ranchal obrero. Porque la pobreza y los perros son inseparables; entre más pobres hay más perros. Como si en la precariedad siempre hubiera un rincón donde amparar otro quiltro. Uno más, como el Moisés que llego cojeando, medio helado de arestín y con la oreja ensangrentada por alguna mocha canina. Llegó así, patuleco de hambre y con esos ojazos de guacha soledad. Y al mes parecía otro, sanado y alimentado por la generosidad de una mano amiga. Le pusieron Moisés por sobre­viviente, y a puras sobras de comida recuperó el pelo y su ladrido in­fantil de peluche juguetón. En poco tiempo el Moisés se había integra­do. a la patota perruna del campamento, y corría libre con los cabros chicos alborotando el corre que te pillo del tierral. Perseguía a los micros ladrándole a las ruedas, hasta que un violento rechinar apagó para siempre el bullicio de su fiesta. Y allí quedó patas pa arriba en la cuneta, hasta que los niños lo enterraron en un hoyo cercano al basural. Quién sabe por qué los pobres lloran a sus perros con esa amargura, como si sus Bobys, Terrys, Mononas, Pirulines y Cholas, fueran una parte única de la familia, y ningún otro perro que llegue podrá reemplazar la me­moria optimista de sus gracias. Nadie sabe por qué queda un vacío en el coro de perros que siguen ladrando en la noche santiaguina, cuando la ciudad duerme y cantan tristes los aullidos de su quiltraje funeral.

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